El hecho me ha recordado el famoso
debate parlamentario sobre la Internacional (la primera, la de 1864, la
tatarabuela de la actual Internacional socialdemócrata de 1951) que tuvo lugar
en el Congreso en 1871, con las cenizas de la Comuna de París aun calientes.
Con discursos de gran calidad, nada que ver con los repetitivos, planos y
mortecinos panfletos con que nos fustigan actualmente los políticos en el
hemiciclo, Sagasta y Cánovas advirtieron del peligro que suponía el movimiento
obrero para la conservación de la propiedad. Frente a ellos, Salmerón y Pi i
Margall fueron de los pocos diputados que defendieron al cuarto estado, como se
denominaba entonces a los trabajadores. Por 192 votos a favor y 38 en contra,
los republicanos, se aprobó la prohibición de la Internacional obrera en
España.
Aunque en el siglo XXI todo es distinto, la raíz del gran
problema es la misma que entonces. Una minoría privilegiada que vive a cuerpo
de rey gracias al trabajo y las privaciones de la gran mayoría de la gente. Los
internacionalistas del siglo XIX se reunían para tratar de cambiar el mundo,
para apoyar y organizar a los obreros frente a los poderosos opulentos. Los
internacionalistas del siglo XXI se reúnen en hoteles de cinco estrellas porque
ya forman parte del grupo de los poderosos opulentos.
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